Ha pasado un tiempo desde mi última columna. Las ocupaciones familiares y laborales, sumadas a uno que otro flojo insulto en Twitter, hicieron que me tomara un par de días más de lo acostumbrado antes de volver a este ejercicio que tanto aprecio. En ese lapso, y como se venía anunciando, Rusia atacó a Ucrania y lo sigue haciendo ante los ojos expectantes y demasiado informados del mundo entero.
No pretendo ni tengo la experiencia para intentar explicar qué es lo que está pasando. Me aferro a aquellos que, como el antiguo corresponsal en Rusia de Der Spiegel, anunciaban desde hace mucho tiempo lo peligroso que podía llegar a ser Putin. Por más amenazas, por más Crimea, por más discursos nacionalistas, nadie esperaba algo de semejante magnitud. Bien lo anunció Arlene Tickner unas semanas atrás cuando predecía el posible inicio de una tercera guerra mundial. Quizás no se llegue tan lejos, pero una provocación, un paso en falso, un comentario de más, y muchos países podrían terminar involucrados en los juegos mortales del típico personaje que parece loco, pero que en el fondo no lo es. Y eso es casi lo más peligroso.
¿Cómo analizar lo que está pasando desde la perspectiva de alguien que trabaja en construcción de paz? ¿Cómo seguir hablando con las comunidades de lo importante que es aprender a transformar los conflictos de manera no violenta? Es evidente que no soy el único con estas preguntas. Muchos de mis colegas intentan desde su trabajo de campo seguir dándole sentido a lo que hacen mientras llueven y llueven misiles en Ucrania; mientras que nuestro equipo tuvo que salir corriendo de allí.Te puede interesar
Y aunque la reflexión y discusiones que hemos tenido al respecto son demasiado inconclusas para personas que trabajan a diario estos temas, hay un punto de inflexión en el que muchos parecen estar de acuerdo: así no lo parezca y sea evidente que se trata de un caso extremo, la violencia de las guerras nace de esa misma violencia de todos los días. Esa violencia que se instala en algún momento en los seres humanos y que por diferentes motivos es muy complejo quitarse de encima. No quiero decir con esto que un intercambio de insultos por redes sociales, agredir físicamente a sus hijos o acosar laboralmente a sus empleados sea lo mismo que atacar todo un país y matar gente inocente. Pero todo se origina en un mismo punto: todo nace de esa misma violencia que Bourdieu adjudicó al sistema educativo tradicional, que Galtung identificó en las estructuras sociales, que Reardon ubicó como un problema evidente de género, entre muchos otros.
Está claro que desde nuestra posición de personas comunes y corrientes, sin la capacidad institucional para tomar ciertas decisiones, no vamos a frenar los frenéticos impulsos de Rusia. Sin embargo, sí podemos tener dos iniciativas que, confiando en la paz y en particular en la educación para la paz como procesos, ayuden a construir un mundo mejor.
Por un lado, se trata de creer en la paz. Si no se cree en ella, la intención de ir en su búsqueda sencillamente no existe. No basta sólo con desearla, es importante creer en ella y en el poder performativo de lo que representa. Por otro lado, se trata de volverla una práctica cotidiana sencilla, que podemos aplicar en nuestros contextos familiares, que nos cuestiona y por la cual estamos dispuestos a mejorar como personas. De nada nos sirve caerle a Putin, o al que sea, si no llevamos una paz interior que nos ayude a dejar de lado cualquier tipo de resentimiento e intención de agredir al otro. Eso al menos está en nuestras manos, porque esa misma de violencia de siempre es la que va creciendo con el tiempo, se propaga y luego es difícil detener.
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