Cuando una bomba estalla y uno está en el área que los expertos definen como “el perímetro de muerte”, el tiempo se detiene. La gravedad cesa y mientras el cuerpo, que entonces parece ajeno, flota en el aire, las cosas vuelan en el silencio que causa el aturdimiento de la explosión; unos instantes después, los segundos que perdió el reloj regresan vigorosos, cuerpo y cosas caen, lastiman, todo es polvo, oscuridad y silencio atronador. Lo grabó en mi memoria el atentado terrorista de las Farc en El Nogal el 7 de febrero del 2003.
Diecinueve años después, intento imaginar la confusión de Daniel y Salomé, sus cuerpos frágiles suspendidos en el aire, estrellados contra el cemento, desgarrados, reventados; sus vidas finalizadas por la cruel praxis del terror, atribuida a disidencias de las Farc, con la que siguen fustigando al país, perseverantes en su crueldad. Les da igual quien caiga, en este caso, defienden un área urbana y en la combinación de todas las formas de lucha, todo vale; todo, menos la vida de los niños, que para el terrorista no vale nada.
En Colombia, un horror sucede al otro con la velocidad con que regresa el tiempo tras una explosión; el efecto ensordecedor es a la vez látigo del olvido y lápiz del eufemismo que blanden algunos, conscientes de lo maleable y breve de la memoria de una sociedad tan adolorida como curtida, buscando diluir el trazo del cincel de la historia con ambigüedades, para que el verdadero carácter de la verdad no se esculpa en la memoria individual ni colectiva. De eso están hechas nuestras paces y nuestras guerras, de palabras que maquillan la violenta realidad que nos rodea.
Confrontamos una no tan incipiente migración del conflicto rural a urbano, cebado por narco y microtráfico, que representa un enorme desafío a la estabilidad del país entero.
La RAE define así el terrorismo: “Sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror. Actuación criminal de bandas organizadas, que, reiteradamente y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos”. Acá no queda duda de lo que fue este acto, ni ante el ordenamiento penal, el ciudadano de a pie, el diccionario y mucho menos frente a los padres de las dos criaturas y su comunidad, estratos 1, 2. Y es abominable el cinismo del terror contra el pueblo.
Dos ataques en casco urbano en un mes desvelan una táctica, este tipo de acciones no suceden de la noche a la mañana, ni son perpetradas por terroristas espontáneos. Quizás con fines políticos, especulación que cae de inmediato en la zona de la ciencia ficción, pero lo que sí es cierto es que confrontamos una no tan incipiente migración del conflicto rural a urbano, cebado por narco y microtráfico, que representa un enorme desafío a la estabilidad del país entero y que de no salirle al corte repetirán El Nogal, la Arborizadora, la Sierra…
¿Y cómo responden los candidatos? Con clichés, con eufemismos, dentro de los que resalta el tuit de Petro, que califica la bomba que mató a los niños como acto de guerra, no terrorismo, y asigna su competencia a la CPI. Es decir, como no es terrorismo, no tienen competencia los jueces colombianos y, entonces, ¿simboliza este despiadado eufemismo el grado de respeto del Pacto Histórico a la Rama Judicial colombiana? Vaya, vaya.
Hubiera sido el momento para que todos lo condenaran con vehemencia y desvelaran sus estrategias de seguridad urbana y, por qué no, de introducir a la discusión electoral la inclusión de la justicia universal en Colombia, que sería a la vez una respuesta y un cambio.
La democracia colombiana llegó a un punto de inflexión que debe resolver en las urnas, pues por malo que parezcan Registrador y sistema, somos una democracia estable en un vecindario convulso, que les debe a todos sus muertos seguir construyéndola voto a voto, derecho a derecho, con la Constitución siempre al norte, con absoluto respeto por la vida y la libertad. Votar es un sacramento cívico, dijo Teodoro Hesburgh, uno que no debemos olvidar.
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