
No resulta sencillo adivinar lo que se le pasa por la cabeza a Gustavo Petro cuando se le tiene delante. Hermético e impenetrable, destila un aire de ausencia, como si se encontrara a la vez en otro sitio. Ni siquiera sus asesores saben en ocasiones qué esperar. Hace unas semanas uno de ellos trataba de convencerlo de que matizara una postura firme frente a un asunto que le ha hecho muy impopular entre una parte del electorado. El candidato revisó los papeles y respondió: “Mis posiciones son tajantes. No me voy a echar atrás”. Después se puso a observar el cielo por la ventanilla del avión.
Petro es terco, dice su hija Sofía, pero cree que esa terquedad es lo que lo ha convertido en el primer presidente de izquierdas de la historia de Colombia. Se presentaba por tercera vez a un puesto que no parecía destinado a alguien como él, un exguerrillero que provoca pavor entre las élites sociales y empresariales. En los últimos años, se ha alejado de cualquier simpatía hacia Cuba y Venezuela, trata de entender el feminismo y habla de crear nueve un eje progresista en la región junto a Boric en Chile y Lula en Brasil. Y ha dejado de vestir como el luchador social que siempre fue para parecerse más a un hombre de Estado.
Pese a ser tímido, uno de sus fuertes son los mítines. Petro, de 62 años, se enmarca en la tradición de grandes oradores que ha tenido este país de gente con facilidad de palabra. Ha dado 100 discursos con los que creía que podía zanjar las elecciones en primera vuelta. No fue así, y en segunda se tuvo que ver con el contrincante más impredecible, el enigmático Rodolfo Hernández. En el último tramo de campaña se concentró en retransmitir por redes sociales su visita a gente común y corriente para dar una imagen de cercanía que subido a la tarima no transmitía.
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